Un rostro común y corriente

 

        La recuerdo con su pelo ondulado, mal formado y frío por el viento de la ciudad. En La Plata hace más frío que en el resto de Buenos Aires, tiene como un microclima especial, lo juro. Y esa tarde el aire estaba congeladísimo, ni siquiera el sol recién asomado de Julio podía calentar el ambiente. 

        Ella era común. Por fuera al menos era una chica normalita. Linda, muy, sobre todo por su sonrisa, pero si no fuera porque un día se me ocurrió posar mis ojos sobre su particular expresión abatida, habría pasado desaparecida entre el tumulto. Ni muy arreglada ni muy esmerada andaba por los transportes públicos atravesando la provincia de Bs As como si recién se hubiese levantado de la cama. Tenía esos ojos de joven intrigada, esperanzada de su futuro pero totalmente perdida en este mundo de adultos. 

        Cuando la conocí yo tendría veinte años y ella parecía de dieciocho apenas cumplidos.         La veía siempre en el tren, cuando subía en Villa Elisa y la encontraba en algún asiento releyendo apuntes o bajando a tropezones entre la gente apurada de la estación. Caminaba con paso pesado, como si le costara moverse o siempre estuviera muy cansada. Seguro lo estaba, ahora me doy cuenta.

        La miré durante todo un año mientras viajabamos esos quince o veinte minutos en el mismo vagón, que en realidad me parecían horas y ya después de un tiempo cuando nuestras miradas se cruzaban empezó a saludarme, primero con una sonrisa y alguna que otra vez con un “hola” cohibido. Yo no tenía idea ni por qué la observaba, tan común como cualquier rostro, pero algo sin dudas me llamaba la atención.

        La tarde del 21 de Julio hacía muchísimo frío pero a mi me daba lo mismo porque estaba acostumbrado a estar helado. Por dentro me refiero. Crecí convirtiéndome en un témpano de hielo y nada me inquietaba demasiado. De hecho, Ayelén era lo que más me había conmovido en mi vida y apenas la conocía de vista (Sé su nombre porque una sola vez tuve la suerte de presenciar un encuentro con su amiga o algo parecido que duró tan poco como una brisa) Pero más allá de nuestra relación de miradas superficiales,  al tiempo de acostumbrarme a su presencia cerca de la mía, comencé a imaginar quién era, qué cosas le gustarían, quién sería su familia, qué le habría pasado de malo en la vida, hasta que terminé convenciéndome de que la conocía profundamente. 

        Esa tarde de invierno no la encontré en el vagón pero me tropecé inevitablemente con su presencia justo en el momento en el que el tren paró en Tolosa, una estación antes de llegar. Escuché gritos de un tumulto de gente que venía de uno o dos vagones más atrás. En ese momento el tren no era eléctrico y se detenía más tiempo en las estaciones intermedias; si el destino hubiese aguantado una estación más me habría evitado la decepción de mi vida. 

        Me acerqué sigilosamente como quien sabe que si camina en esa dirección algo terrible va a pasar pero aún así lo hace, masoquistamente. Una mujer gritaba y movía los brazos mientras se acercaban a su alrededor un par de personas. En cuestión de segundos dos guardias acudieron al lugar y comenzaron a pedirle a alguien que se bajara del tren: “Por favor, te tenés que bajar. No te lo voy a decir dos veces” escuché entre las cabezas. En seguida, irrumpió otra vez la voz histérica de la mujer: “¡Llamen a la policía!”. Parece extraño pero me dejó más tranquilo comprender que se trataba de un robo; esas eran cosas que pasaban todos los días, manoteaban el celular o la billetera y se tiraban del tren a correr. Pero esta vez lo habían agarrado, ¡qué adrenalina!.

        Quise ver de quién se trataba pero cuando me asomé un poco más solo pude distinguir la cara de Ayelén apática e inmutable entre el grupo. Me emocionó econtrarla ahí y creí que al fin  tendría algo de qué hablar la próxima vez que la viera, pero la verdad es que esa fue la última vez que la ví. Nunca más en mi vida.

      El tema es que mientras pensaba todo esto volvió a gritar la mujer pero esta vez acompañando el insulto con una mano acusadora. Miré su dedo y después a dónde apuntaba. No entendí nada de lo que estaba pasando. Ayelén, aturdida y acorralada, sacó algo de su bolsillo, lo que me hizo darme cuenta de que ella era parte del problema.No puede haber sido ella” pensé o incluso lo debo haber dicho en voz alta porque el tipo de al lado mío me respondió sorprendido: “¿No la viste? tiene la billetera ahí en la mano”. En ese momento sentí que todas las miradas caían sobre mí, y yo miré a los ojos de Ayelén. Parecían cansados como todo su cuerpo y estoy seguro de que me pedían perdón de alguna manera. 

        Me corrí unos pasos más adelante casi en el centro del grupo ya sin pensar lo que hacía. Nunca me sentí tan raro en mi vida. “¡Bájenla del tren, es una traidora!” exclamé con una voz de ultratumba, al tiempo que el guardia la tomaba del brazo suavemente. Bajé la mirada al piso porque sabía que si la subía y me encontraba con sus ojos los iba a quemar. Temblaba de rabia. Eso sentía: bronca, mucha bronca. 

        Apenas segundos después se disolvió el grupo y sólo quedaron murmullos entre la gente. A mi me pareció una eternidad. Y cuando el tren arrancó de nuevo recién pude incorporarme en mi posición y volver a mi asiento. Pero cuando crucé el pasillo creí que todos me observaban atónitos como si tuviera algo deforme o raro en mi aspecto; sentí mucha vergüenza de repente e inconscientemente miré mis manos que estaban dormidas como buscando dónde estaba la herida. 

        No pasó nada. El tren llegó a la estación de La Plata, la gente bajó de los vagones, Ayelén ya no estaba. Y yo, abandonado, pensé por qué la había llamado “traidora”. No tenía idea, pero lo que sí sabía era que ya no era un témpano de hielo. El aire estaba tan helado que cortaba la piel pero por dentro yo ardía en llamas. Estaba tan decepcionado de ella, de mí, que hubiese deseado volver un año atrás y apoyar mis ojos ya no en los suyos sino en cualquier otro rostro común y corriente.



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