Todos somos criminales

      El crimen existe porque existe la corrupción. Existe porque existe la avaricia, el dolor, el recelo, la envidia. El crimen nos constituye porque somos, en parte, una erosión constante; porque a medida que nos construimos también nos destruimos, nos pudrimos por dentro, de a poco, de manera continua. 

     La vida se nos revela como una imposición de un orden natural, pero también se consuma en su desorden, en su caos, en su deficiencia. La justicia nos guía, la injusticia nos tienta. Lo desviado, lo enfermo, lo corrupto, es tan posible como el camino más recto. Así, es tan probable acertar como errar.

    Errado, errático, y al fin, erradicado. Ese afán por suprimir lo inmundo es el mismo principio destructivo del criminal que, en parte, todos tenemos adentro. En verdad, todos somos crimen y castigo, y en esa completa ambigüedad se constituye nuestra condición. El crimen existe porque existimos.

     La perfidia está ahí observando, esperando su momento en el que demos vuelta la cara. Está silenciosa en el enfermo de celos, en el ladrón de bolsos, en el derrochador, en el ciudadano egoísta, en el amigo drogadicto, en el asesino en serie. Unos y otros marcados por la marca de la destrucción, sin diferencia. En eso sí somos iguales. 

    La diferencia, si es que existe tal manera de apartarse de lo “malo”, radica entonces en la sublimación: esa misma capacidad, aprendida o instintiva, de conservarnos. La naturaleza nos gesta con una escisión intrínseca entre el deseo más alto de gloria y la pulsión más pútrida de la muerte. Y la inocencia, cuyos retazos vamos perdiendo poco a poco entre las ambiciones humanas, se convierte pronto en un juego de elecciones. Tarde o temprano llega para todos el momento en el que el honor se oscurece por la sombra de la malicia y se hace urgente la purga. 

     Purgar, escupir, eliminar, canalizar o sublimar. De todas maneras, es necesario quitársela de encima, porque cuando más tiempo se retenga adentro la pudrición, más contaminará al resto de los órganos. Y el impulso destructivo, como las bacterias, crece sin dar explicaciones; la única “diferencia” que existe depende de la querida libertad. Está quien decide transformar la violencia en un baile, la adrenalina de la muerte en un deporte de riesgo, la mentira en un papel de teatro, el odio en un tachón en una hoja blanca. Está quien intenta negar el estímulo y lo convierte, sin darse cuenta, en un monstruo voraz, que estalla en discusiones, gritos, engaños, venganzas o masoquismo. Y está aquel que no lo reprime, no lo sublima ni lo detiene… y convierte a su crimen en su propio castigo. 

    Siempre, sistemáticamente, nacerán entre nosotros criminales porque existe esa falla en la matrix del que no aprendió lo suficiente o le faltaron oportunidades o sucumbió ante una personalidad débil. Pero ese error es tan constitutivo de nuestra imperfección que es lo que nos hace humanos; por eso, quizás, la humanidad existe para crear y para destruir tan cíclicamente como nacemos y morimos constantemente. Y el virus y la cura, el crimen y el castigo, la vida y la muerte, son tan solo las dos caras de la misma moneda.

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