Éste no es mi lugar
Había escrito una carta antes de que
sucediera todo; un papel medio arrugado y escrito a mano con una lapicera de
poca tinta: Éste no es mi
lugar. Eso se percibía, nada más, ni un punto ni una coma.
Cuando era chico Sebastián había sido un
nene retraído, tendiente más bien a la quietud y la contemplación. Pero sus
impulsos siempre fueron repentinos, desconcertantes; se sucedían de un momento
a otro como un disparo estridente: te dejaba sordo y aturdido sin entender lo
que había pasado. Lo recuerdo cuando era un bebé, dos añitos, y se había
quedado mirando fijamente la mecha de la vela encendida: le sonrió a
la llamita y la saludó con sus ojos enormes.
En la mayoría de los ratos no se reía; su vida familiar y escolar era un
desorden. En casa se peleaban constantemente y en la primaria no
tenía demasiados amigos, uno o dos chicos que le pasaban la tarea pero en
el recreo lo dejaban afuera de los partidos de fútbol. Tal vez por eso Sebastián
había desarrollado la habilidad de armar origamis, los hacía todo el tiempo;
doblaba el papel cuidadosamente desde todas sus puntas y una vez armados los
iba dejando en un caminito perfecto de regreso a su casa. Le gustaba el papel
porque era áspero y también fácil de romper, de un momento otro podía
desaparecer.
Los origamis eran lindos y a Sebastián le gustaba saber que podía destruirlos,
quemarlos, si no los quería más, si no le gustaban, o también si le gustaban
mucho. Eran inflamables como su carácter cuando lo burlaban en el colegio.
Parecía inmutable, casi estoico, ante las dificultades de su vida, hasta que se
irritaba. No podía controlarlo, gritaba, pateaba e insultaba. Se incendiaba en
seguida hasta consumirse y quedar desorientado, tambaleando, otra vez solo.
Conoció a Sol cuando tenía dieciocho. La encontró cuando salía del bar de la
facultad de Derecho en la que se había anotado inútilmente. Lo máximo que
intercambiaron fueron sus miradas acompañadas de una fugaz mueca de simpatía.
Para ella la vida siguió en un transcurrir cotidiano lleno de éxitos, hobbies y
amigos, en el cual Sebastián nunca tuvo lugar alguno. Pero él la amó desde ese
día.
Le gustaba ir a verla cuando salía de las cursadas, aún cuando él ya había
abandonado la carrera hacía varios años. La observaba pasar por la vereda todas
las mañanas de camino a su casa; había descubierto su dirección y aprendido
todos sus horarios. Su pelo radiante y su boca llena de vida brillaban como el
sol mismo, y a Sebastián le encandilaba verla emanar calor de su sangre, arder
con dulzura y caminar dando pasos firmes que quemaban la acera con su belleza.
Ella era el sol, Su Sol.
Varias veces la chica lo había descubierto pasando cerca y buscándola con
los ojos para ofrecerle una sonrisa tímida. Le daba pena, parecía un muchacho
solo, muy triste, y quizás por eso su corazón ególatra no le permitió ignorarlo
de por vida. Un día Sol cometió el error de saludarlo en la puerta de la
facultad. Deslizó un "hola" cordial y amable que para ella fue una
simple palabra resbalada de sus labios pero para él fue una bengala que ardió
en su corazón sin consuelo. Se le nubló la vista de éxtasis y felicidad, y sin
darse cuenta su impulso desorbitado lo empujó hacia ella en un acto de completa
enajenación. Agarrándola de un brazo se abalanzó sobre su rostro brillante
intentando alcanzar esos labios que le parecían llenos de fuego. Sin embargo,
lo único que recibió fue un empujón inesperado y un alarido de desesperación:
su sol se le escapó se sus brazos, lo trató de enfermo y salió corriendo hasta
tomar un taxi y perderse entre las nubes de un cielo que se volvía cada vez más
oscuro y más triste.
Sebastián tenía que recuperar su luz. Ese día su ser entero se había
estremecido como nunca y no paraba de pensar y de sentir, y se reía cuando
recordaba ese "hola", y se enojaba cuando sentía el grito áspero de
la garganta soleada, y lloraba de impotencia, de angustia, de compasión por él
mismo. En su casa, solo, encerrado en su habitación, hizo miles de origamis que
desperdigó por todos lados. Su mirada abstraída veía cómo el papel se doblaba
geométricamente y se quedaba estático pero siempre vulnerable a su mano. Apartó
uno de los papeles y escribió un mamarracho con una lapicera sin tinta; lo dejó
sobre la mesa de cama con los ojos ausentes y apagó la luz.
Habrá sido cerca de medianoche cuando Sebastián se apareció frente a la casa de
Sol. A la luna y a su corazón les faltaba su brillo. Él, tenía los puños apretados,
la boca seca y el ritmo cardíaco acelerado, totalmente excitado. Sacó de su
campera un origami perfecto y prolijo, el que más le gustaba, y lo apoyó en la
puerta de entrada después de darle un beso. Sonreía con una expresión
angustiosa: Sebastián sabía que no podía controlar sus impulsos. El caminito de
origamis ahora lo había hecho con alcohol inflamable.
Cuando prendió el fósforo su lengua y su nariz se humedecieron, y mientras
ardía la casa entera Sebastián recuperaba su brillo. Fascinado veía cómo las
llamas imponentes crecían, devoraban, quemaban. Y Sol ardía con ellas, plena en
toda su luz. Nada podía ser más bello para sus ojos grandes que ese sol inmenso
brillando en medio de la noche.
Vio al origami quemarse, perfecto y estático, tranquilo y débil. Contempló con
dulzura la calidez de sus bordes hacerse cenizas y la luz de su cuerpo
transmutarse en vida. Sebastián se acercó con una sonrisa gigante, la más
grande que le he visto, hacia las llamas furiosas. Y se sintió pleno cuando el
fuego alcanzó su alma: había recuperado su luz. Y el Sol brillaba dentro de sí
mismo.
El mejor final; inesperado y desconcertante
ResponderEliminarmuy bueno!
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