Un ritmo gris.

          12:02 horas. La estación, el banco gris, las baldosas grises, toda la atmósfera gris que se concentra en ese habitáculo. Y las vías que en la esquina se bifurcan en dos direcciones, en dos horizontes...en 12 meses, en 365 días, en 4 estaciones, en 24 horas. Son sólo unidades de tiempo.
          Un cigarrillo, o dos, o quizás cinco o seis mientras espera. La nicotina que tiñe el borde del objeto del vicio, donde se vuelven a apoyar los labios temblorosos repetidas veces. El papel se consume tras esa porosa ceniza naranja que se consume en el otro extremo, mientras el humo sale delineando formas hacia arriba que se desdibujan con el viento. Las manos apoyadas en la baranda, también de color gris, y uñas que descubren trabajo y poca esperanza de vida anidados entre los pellejos. Arrugas, manchas, lunares, líneas que recorren los nudillos hacia los costados de los dedos partidos por el frío.
           Luego el tren, las ventanas teñidas por el mismo gris de la atmósfera, y así también los asientos, con algún garabato adornando el respaldo o los bordes de las ventanillas. El triste descuido del techo y los golpeteos del tren bajo los pies cuando arranca, la reiteración del sonido sordo de la locomotora, que acelera y frena en alguna que otra estación distante.
           También hay otras personas que igual que él esperaron en la misma estación, o en otra diferente; quizás ellos no contaron los minutos fumando, sino tejiendo, quizás leyendo el diario, tal vez también esperando con ojos aturdidos y manos cansadas. Las cabecitas se apilan de a pares, una detrás de la otra en los vagones de la maquinaria pública; pelos atados, pelos sueltos, corto, largo, enrulado, lacio, rubio, castaño o negro, ningún colorado. Nadie parece importarse pero todos se observan, apáticos, poco lúcidos.
           El sonido de la barrera anunciando el paso del tren; afuera, por la ventana, calles viejas, casas empobrecidas mientras sobresale alguna de apariencia decente. Árboles, luces, un perro que se pasea, con las patas amarillas y las orejas muy blanquitas. De vuelta la estación y el caos. Pasos que desfilan por el pasillo y una somnolencia que acelera el mecanismo.
          El hombre de las manos duras mira hacia afuera, repite el ritmo. Ya no fuma, ahora respira el aire puro que empujan los álamos y los pinos. La vida continúa allá afuera, la locomotora sigue en marcha y las imágenes se suceden así como si fuera la vida que se desvanece, que se escurre entre los dedos, que se consume tras el humo de ese cigarro.
          Estación de tren, parada frenética. Pero ésta es la de destino. Un habitáculo muy parecido al de Don Bosco, que alberga a los viajantes; pero éste se funde en un alrededor de campo, de tierra húmeda, de raíces y brotes. Los pies están bien firmes en el fango; arriba, las nubes parodian una escena gloriosa. No hay mucho más; detrás del hombre el ferrocarril que sigue pasando cada media hora, a sus costados mucho verde y tal vez alguna casucha lejana, en frente, las escaleras de la boletería, un asiento gris, baldosas grises, una baranda también gris y la colilla de un cigarrillo, o tal vez cinco o seis, tiradas en el piso...


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