La madre de mi rulos

       Armarme los rulos debe ser una de las tareas más complicadas del día. Implica paciencia, perseverancia , compromiso y una cierta cuota infaltable de resignación.
       Un día mientras luchaba inútilmente con los dedos enchastrados en crema para peinar, pensé que yo debía ser una persona efectivamente responsable. El compromisco con que apretaba lentamente los bucles cada día cuando salía de bañarme demostraba una evidente paciencia y ternura conmigo misma: nunca me rendía, no me permitía dejarlos en su completo libre albedrío porque se descontrolaban. Así aprendí también que el sistema social anárquico tampoco funcionaba, porque si no hay organización se desbanda el ganado.
       No quiero necesariamente decir que la sociedad es un puñado de rulos, ni muchos menos un ganado desorientado (aunque últimamente nos esforzamos muchísimo en parecerlo). Aún así, parece mentira pero, la delicada tarea de inclinar la  cabeza hacia un costado, esparcir la crema y apretar los pelos con perseverancia hasta que adquieran forma, se puede asemejar en varios puntos a algunas situaciones de la vida.
       Ese día por ejemplo, me acuerdo que mientras mi mamá me reclamaba algo yo me esforzaba por concentrarme en la forma imprecisa del rulo, casi obsesivamente, porque si se armaba muy desde arriba me quedaba una porra de tirabuzones apretados, y si quedaban muy estirados parecían unos spaghettis insulsos colgando a los costados de la cara. En ese momento pensé que ese acto de pura entrega a mi cuidado capilar se parecía al cuidado de un hijo. No, no tengo hijos. Pero yo miraba a mi vieja que se esmeraba por hacerme entender que no tenía que salir estando engripada y podía darme cuenta cuánto empeño había puesto en cuidarme desde chica para que crezca fuerte y sana. Se había tomado muy en serio la tarea de educarme para que me vaya bien, para que brillara para el mundo tanto como yo brillaba para sus ojos. Y se esforzaba todavía, después de tantos años, en formarme y enderezarme cuando creía que su autoridad se estaba disolviendo y yo me aprovechaba de su ternura para gestar mis rebeldías.
       Así, crecí con la contención y la paciencia de una madre re completa. Pero ella aprendió también que yo nunca iba a ser igual a su ideal porque, claro, era una persona distinta con juicios, manchas y luces propios. Supo con el tiempo que su obstinación en intentar hacerme ver el mundo como ella lo veía era inútil; yo siempre seguiría el camino que a mi criterio se le cantaba. Aún así, no podía sacarse el vicio de opinar hasta el cansancio sobre lo que creía que yo hacía mal y lo que me llevaría al fracaso, o a no se cuántos destinos trágicos.
       Ahí estaba ella enojada porque, una vez más, no le hacía caso. Y yo, enojada con mis rulos porque nunca terminaban de formarse como yo deseaba. Ni rizos, ni ondas, no encajaban en mis esquemas mentales ideales: los labava mucho y quedaban opacos, los peinaba y se electrizaban, los secaba y se rebelaban con frizz, nudos y todo tipo de malos vicios. Ponerles crema para peinar implicaba sutileza, paciencia, trabajo y tolerancia. Pero sobre todo existía siempre la incipiente sensación de resignación que llegaba cuando me daba cuenta de que, por más suave que apretara los pelos, siempre iban a tomar el curso que quisieran.
       Esa vez me quedaron CASI perfectos, brillosos y con movimiento. Los de adelante un poco aplastados y los de abajo muy estirados. Sin embargo, estaba orgullosa de ellos y de mi trabajo como madre de mis rulos. Mi vieja se enorgullecía de mí en el fondo, porque siempre pero siempre, yo brillaba para sus ojos.
       Cuando terminé de acomodarme la vi ahí parada sonriendo, resignada por mi terquedad inconsolable. La miré a los ojos y le dije: "tenés razón vieja, mejor hoy me quedo en casa".

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