Mirame
Puedo sentirlo. El sol ya acaricia el horizonte y calienta tibio el vidrio. Deben ser alrededor de las siete, hora en la que en invierno amanezco con mucho frío y mucho sueño. Es hora de levantar las persianas y dejar que la mañana se deslice por la ventana acariciándome los brazos, el rostro, el pecho, hasta llenarme de luz. ¡Qué lindos son los días de sol, cuando la gente sale a caminar desde temprano y puedo verlos estirando sus brazos calientes y gesticulando con sus caras adormecidas!. Me gusta mucho mirarlos, pasarme no sé cuántas horas viéndolos pasar y analizando sus miradas; a veces juego a mirar sus ojos y adivinar qué pueden estar pensando, porque dicen que los ojos son el espejo del alma. A mi me gusta mucho estudiarlos, tengo una gran colección de rostros en mi memoria.
Todos los días más o menos a esta hora pasa una pareja joven corriendo por la rambla de la plaza, deben estar por llegar en cualquier momento. Se los ve muy atléticos y muy activos. Los admiro. Parecen personas muy saludables; yo en cambio soy muy fiaca, no me gusta salir, me encanta quedarme del lado de adentro mirando el mundo por la ventana. Aunque algo de lindo debe tener correr por ahí, o estar en pareja... por cómo se miran digo. Yo siempre estoy muy sola en realidad. De vez en cuando ellos cruzan sus miradas fatigadas por el ejercicio y se sonríen con ternura, los ojos les brillan como si tuvieran mucho por decir pero no pueden hacerlo porque se quedan sin aire. ¡Ahí está ella! La chica que corre. Pero él no está. Seguro se sentía mal o tenía que trabajar más temprano. Sin embargo a ella se la ve muy triste, como si se le hubiera perdido algo, las cejas intranquilas, la boca y los puños apretados, y los ojos… ya he visto esos ojos en otro momento. Ojos oscuros que parecen a punto de estallar: hinchados, un poco rojos y opacos. Me pregunto qué les habrá pasado, ¿a dónde se fue ese grandioso brillo?. Parece que uno no puede acostumbrarse a un paisaje lindo, no puede atarse a las pasiones, porque tarde o temprano desaparecen, tarde o temprano se lo arrebatan a uno.
En el cordón se acaba de sentar abatido un señor medio haraposo y medio jorobado, y pensar que apenas salió el sol, queda tanto día por delante… Pero sus ojos de gato amarillos revelan una noche de desvelo y de penurias. Giran perdidos en torno a sí y se detienen fijos en medio de la calle, redondos, ausentes; se puede ver a través de ellos esa circularidad desesperante que lo condena a repetir constantemente una rutina de soledad y alcohol. De vez en cuando levanta la cabeza para ver si algún auto busca estacionamiento y tiene la excusa de sacudir su trapo rotoso unos segundos, para quizás así conseguir un par de monedas con las que comprar el tetra de todos los días.
Pero son sólo especulaciones, no quiero realmente pensarlo. Prefiero mirar los ojos de ese bebé rechoncho que sale a pasear en su carrito con su madre joven, muy joven, y reluciente. Parece que atrapan todas las miradas, ella con su pelo larguísimo y él con sus cachetes rosados. Los ojos del bebé, apenas abiertos, se emborrachan de luz tibia; ven asomado el sol entre las nubes, observan con intriga, conocen el mundo, recorren el cielo abierto que se refleja en sus dos bolitas celestes. Qué lindo sería volver a ser bebé. Yo no recuerdo cuando lo fuí, debe haber sido lindo… ¿pero por qué nunca recordamos nada de cuando éramos bebés?, ¿habré sido un bebé algún día? Los ojos de la madre en cambio parecen vacíos, miran su falda, sus manos, sus zapatos, a la gente que pasa, pero no se detienen en nada. Pasan por enfrente mío, qué vergüenza, pero me miran y no me ven. Están tan ensimismados en rellenar ese vacío voraz que consumen mucho y desechan todo.
En realidad mucha gente me mira cuando pasa. Debe ser porque yo siempre estoy acá observándolos como una chusma, siempre sentada en esta silla, del otro lado del vidrio, queriendo adivinar qué sucede detrás de sus ojos. Algunos se detienen para sostenerme la mirada unos segundos; son en general unos ojos distintos a los de los amantes, o los del borracho, o los del bebé. La mayoría me ve con curiosidad pero otros con asco, y en esos momentos me siento muy desdichada: me da vergüenza saberme acá quieta, expuesta a sus ojos y lo peor de todo ¡buscando su aprobación!.
¿Qué será de los ojos de un ciego? Recuerdo que una vez vi a una nena que tendría unos doce, trece años, andando de la mano de su padre. Del otro lado un golden la guiaba moviendo la cola con entusiasmo: para él, ella era lo mejor de su mundo, así, con sus ojos llenos de blancura y de pureza. Y pensar que la nena se despertaba todos los días sin poder ver el pelaje dorado de su compañero, ni tampoco la dulce mirada de su padre. Sin embargo, su expresión estaba tranquila, con una sonrisita esperanzadora entre los labios. Tengo su rostro grabado casi a la perfección; recuerdo que pensé qué desdichada sería yo si no pudiera usar mis ojos. ¿Cómo se puede vivir sin conocer los colores, los paisajes, los gestos, ¡las miradas!?. Me quedé viéndola fijamente ese día que pasó por delante del vidrio sin siquiera girar la cabeza con curiosidad para mirarme, cosa que hace la mayoría de la gente; me llamó la atención que sus mejillas rosadas se apretaban llenas de vida entre una sonrisa atrapante que parecía conocerlo todo. Cuando descubrí sus ojos no-videntes me pareció ver por un instante un mundo diferente que se escondía entre la totalidad de su blancura. No sé si lo habré imaginado pero la cosa es que me estremecí con un escalofrío de emoción.
Nunca más la vi pasar por acá. Y con razón, porque las personas que veo, y que me miran, son todas iguales. Ellas pertenecen a este mundo; no son más que unos “ojos consumidores”, como los llamo yo. La nena ciega, en cambio, no podía mirar pero sí ver. Veía todo lo que tenía que ver, sentía todo lo que tenía que sentir: su mueca de felicidad lo expresaba claramente. Me hubiera gustado mucho volverla a ver y haber intentado formar parte del mundo de sus ojos nevados una vez más. Pero yo sigo acá tan sola...
..…….
Anochece y la gente vuelve a su casa, hace frío y los negocios cierran temprano en invierno. Los últimos rostros se paran sobre la vidriera para ver al maniquí sentado sobre la silla. Algunos lo señalan sorprendidos, les gusta la ropa que exhibe; otros, corren los ojos con desinterés. Pero ninguno, nadie, nunca, nota las lágrimas que resbalan de sus ojos de yeso, fijos, encerrados en esa cara fría y redonda que se apoya sobre una mano muerta. Tantos ojos para nada. Los ojos que más miran son los que menos ven.
No me imaginaba que eras tan Le Lush
ResponderEliminar