Azul, Azul...
Azul era más bien rosácea; su piel tersa, gruesa y joven. Sus dedos cortos y regordetes formaban parte de una mano que aún chiquita se mostraba ágil y hacendosa. Su pelo negro y lacio caía en sus hombros simulando el contorno de un cuadro pálido: era lo único más parecido a la esperada oscuridad de su nombre. Siempre se había sentido ajena a sí misma, como si la profundidad del Azul no encajara en ningún encuadre de su rostro, ni de su cuerpo. Pero en su pelo estaba la noche acurrucada; cuando se veía al espejo se llevaba las únicas dos ondas hacia adelante, tapando mitad de su cara, oculta como una luna menguante en una noche de niebla. Se miraba y se susurraba "Azul, Azul", como si quisiera convencerse de que en algún lugar de sus ojos estuviera el mar.
Todas las noches se acostaba en su cama boca arriba, inhalándole y exhalándole al cielo. Y sus suspiros se transformaban en una congoja seca, en un conformismo angustiante, en un vaivén asombrosamente inalterable que parecía provinieran de un cuerpo estrecho, perfectamente apretado en una caja de madera... un cuerpo que yacía inmóvil en un esquema estéril que lo contenía y lo limitaba.
Azul escribía siempre en su cuaderno. Estaba acostumbrada a que hubiera hojas en blanco, a que la lapicera anduviese, a que el reloj toque las cinco cuando escribía su última palabra. Creía resolver todo en esos quince minutos de tinta; se convencía de que podía abarcar su vida con el campo visual de sus ojos grises. Aún así, y quizás justamente por ese motivo, desamparada por la sensación de totalidad, se encontraba a sí misma mirando en los rincones, creyendo que tal vez incorporando con su mirada todo aquello que se tropezaba ante sus ojos, pudiera rellenar el vacío que sentía en el pecho y el espacio que todavía quedaba en la hoja cuando creía haber colocado el punto final.
Azul, Azul... un día las cinco se hicieron las seis y el cuaderno seguía intacto en su lugar. La lapicera, en cambio, había viajado al baño y se escondía entre los dedos fríos de su dueña. Frente al espejo, los cabellos de Azul hoy se veían más oscuros y sus puntas crecían onduladas un milímetro por minuto, casi imperceptiblemente. Los dedos los sentía también más largos y su cuerpo completo se erguía esbelto como si nunca antes se hubiera estirado.
Azul, Azul... contemplativa se paraba frente al espejo que tal vez le devolviera la infinitud de reflejos que no podía abarcar de sí misma.
Habiendo ya pasado quién sabe cuántos minutos, horas, eternidades de ausencia, la cara rosa empezó por fin a tornársele profunda. Su boca sonreía tranquila: los tonos de su piel se volvían lentamente hacia el blanco, el gris, el azul. La noche se apoderaba de ella. Y Azul comprendió en ese instante que el azul sí habitaba su ser: estaba siempre allí en el abismo de sus ojos perdidos, en la inmensidad de su silencio, en el azul de sus venas.
La lapicera, clavada fuerte en la muñeca, comenzaba a soltar el mar en todo el baño enajenado. Y Azul se sumergía en el placer de mezclarse entre el azul de la tinta y el rojo de su sangre; absorbía extasiada todo aquello que siempre creyó perder e intentó abarcar con sus cortas manos. Parada frente al espejo, Azul se volvió mar y se volvió noche: profunda, calmada, inmensa y silenciosa, justo como siempre quiso ser... antes de desvanecerse.
Comentarios
Publicar un comentario