La atrocidad y la inocencia


Ahí estoy, abyecta,
me miran, no me miro.
Me disimulo
entre el fondo de luces intermitentes
y detrás de la hojarasca que es lo poco que queda,
mezclada con un sinfín de sonidos del futuro
que alertan mucho y no prometen nada. 

Ahí estamos, abyectos,
insertados en un mundo que creemos conocer
pero que nos mira indiferente.
Acumulados, más bien apelmazados,
suponiendo entenderlo todo,
sobreviviendo. 

Ahí están, homenajeados,
los que pisan fuerte 
y también pisan cabezas,
mientras dominan las mentes de las masas 
y de sus bocas salen colores, risas y motivaciones,
las cuales al instante se vuelven ásperas 
y pútridas, en el aire. 

Ahí están, dominantes,
los nuevos Titanes, Cíclopes y Centímanos,
caminando pesados entre nosotros,
produciendo catástrofes que adjudicamos al destino.
Aquí vienen a advertirnos sobre la furia
de aquella madre que resiste nuestros pesados cuerpos,
y sobre su llanto desconsolado
que grita vengativo por cada pecado capital que cometemos. 

Ahí está todo lo demás, fusionado,
comprimido, pulsando por salir,
reventando los organismos,
quemando intelectos,
achatando espíritus.
Y a su lado, casi desvanecida,
se reposa la Vida
con hombros resignados,
anhelando desorbitadamente
el encuentro final con la dichosa,
la suprema, la Felicidad.

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